top of page

¿Qué valor le damos a nuestras cicatrices?

  • millalobo
  • 7 mar 2017
  • 2 Min. de lectura

Comenzaré este artículo con una historia. Se cuenta de San Jerónimo, cuando era novicio, que en un momento de desesperación en el que había perdido la comunión con Dios, entre las ramas de un árbol vió un crucifijo. Éste, dirigiéndose al joven, le dijo: «Jerónimo, ¿qué tienes para darme?». El muchacho enumeró todo lo que se le vino a la cabeza: desde las cosas que había hecho bien en ese día, hasta todas las cosas que tenía, ¡pero nada! Nada de lo que decía era suficiente. Jesús ahí colgado en esa rama le seguía preguntando y Jerónimo no daba en el clavo. Después de un rato, el chico, un poco triste, le dijo que todo lo que tenía ya se lo había dicho, entonces se hizo un gran silencio en el desierto y El Señor le dijo: «Jerónimo, has olvidado una cosa: dame tus pecados para que te los pueda perdonar».

Esta historia la he sacado del libro «A merced de su gracia» de André Louf. De él sacaré las demás citas de este artículo (por cierto, es un libro que vale mucho la pena leer), y además el pequeño cuento me sirve para introducir la conclusión a la que quiero llegar con este artículo: «Nadie puede conocer su pecado sin conocer al mismo tiempo a Dios. No antes, ni después, sino en el mismo instante, en una sola y misma intuición de la gracia».

Si frecuentamos la oración y estamos relativamente cerca de Dios, en el camino nos damos cuenta, como san Jerónimo, que nuestra desesperación radica en perder su gracia. Este momento es profundamente doloroso. Nos hemos esforzado mucho por ser buenos, por amar y entregarnos, y no hay nada relevante que hayamos hecho que nos ponga en esta situación, por lo que, con un gran sentimiento de impotencia y de frustración, nos rebelamos contra Dios y callamos. Experimentamos una fuerte necesidad de hacer algo, pero no sabemos qué. En momentos de lucidez tenemos una intuición o un pequeño sentimiento de ser necesitados, pero, tristemente este sentimiento se va tan pronto y tan de repente como llegó y volvemos a poner nuestra mirada en los mismos afanes: avanzar, cumplir, obrar bien. Esto nos pasa siempre pues nos es más natural pensar que, para recobrar la gracia perdida, todo depende de nosotros y de nuestros méritos. Pocas veces o nunca, ofrecemos al Señor nuestra nada, nuestra miseria y nuestro pecado.

«Mientras nos opongamos de mil maneras a nuestra debilidad, el poder de Dios no podrá obrar en nosotros. Podemos hacer un esfuerzo para corregir, aunque solo sea un poco nuestra debilidad, pero de hecho, eso no sirve para nada. Porque la maravilla del poder de Dios y la maravilla de nuestra conversión no están a nuestro alcance. Tratamos de resolver nuestros problemas con buena voluntad y generosidad. Hacemos lo posible para vivir una vida virtuosa y justa… Todo esto dura hasta que amenazamos ruina y estamos al borde de hundirnos. Gracias a Dios, porque sin esto no podríamos convertirnos y permaneceríamos al servicio de nuestras ilusiones, ignorando la verdadera fe, aunque sea tan pequeña como un grano de mostaza. Será preciso que un día nos hundamos, para que experimentemos concretamente nuestra debilidad, debilidad en la que podrá desplegarse el poder de Dios».


 
 
 

Comentarios


bottom of page