¿Sabes cuál es la mayor debilidad de Dios?
- del Evangelio según San Lucas 15, 1-32
- 19 sept 2016
- 3 Min. de lectura

Estas tres parábolas nos remiten, a través de figuras y expresiones cercanas, a dimensiones esenciales de la vida cristiana: la conversión, el perdón y la misericordia. Solamente Jesús, el Hijo del Padre que conoce las profundidades de su amor, podía revelarnos la hondura de su misericordia de una forma a la vez tan bella como llena de sencillez.
La manifestación del amor de Dios por cada uno de nosotros no puede dejarnos indiferentes. Una de las formas que tiene el enemigo interior de apartarnos de nuestro Padre es hacernos creer que somos indignos de su perdón y su misericordia. Es un hecho que pecamos y el pecado es una realidad muy grave que tiene consecuencias tremendas en la propia vida y en los demás. No se trata de “endulzar” esa realidad. Sin embargo, lo que quizá Jesús nos trata de hacer entender es que la misericordia de Dios no tiene límite ni medida. No importa cuán grande sea nuestro pecado, Él siempre está esperando —como el padre del hijo pródigo— que entremos en nosotros mismos y volvamos a su encuentro por el camino de la conversión. «¿Cómo no abrir nuestro corazón —nos pregunta el Papa Benedicto XVI— a la certeza de que, a pesar de ser pecadores, Dios nos ama? Él nunca se cansa de salir a nuestro encuentro, siempre es el primero en recorrer el camino que nos separa de Él».
Dios, que es amor, nunca se cansa. Él es como el pastor que va tras la oveja perdida o la mujer que busca la moneda, o el paciente padre que espera y apenas divisa al hijo en el horizonte sale corriendo a su encuentro. Los que nos cansamos, como ha señalado el Papa Francisco con gran agudeza espiritual, somos nosotros. Nos cansamos de pedir perdón; tal vez nos cansamos de una y otra vez volver a caer en el mismo vicio o pecado; nos cansamos de ser mediocres; nos cansamos porque, como decíamos, quizá creemos que lo que hemos hecho es imperdonable o atendemos a esa vocecita que nos murmura: “primero trata de solucionar el problema por tu cuenta, ‘límpiate la cara’, y recién entonces serás ‘digno’ de acercarte a Dios”. Nada más lejano al perdón y a la reconciliación que Jesús nos ha regalado al precio de su propia vida.
En la lucha espiritual, decían los padres del desierto, la mayor victoria del enemigo no es tanto lograr que caigamos cuanto que permanezcamos en el piso. Las tres parábolas del Evangelio son para el pecador —y todos lo somos— un mensaje de confianza, de aliento y de esperanza. Si caemos en la lucha, el Señor nos abre su Corazón, nos muestra la inmensidad de su amor y nos da un mensaje claro: ¡Levántate! No demos lugar al temor, a la vergüenza o al desánimo. No levantemos el muro de la soberbia ni caigamos en la trampa de la tristeza que nos encierra en nosotros mismos. Dejémonos encontrar por el Pastor que nos busca. Seamos humildes y acudamos al Sacramento que Él mismo dispuso para perdonarnos y fortalecernos.
Resulta muy significativa la reiterada mención de Jesús a la alegría. Tanto el pastor como la mujer experimentan una alegría tan grande por haber encontrado sus bienes perdidos que no demoran en invitar a sus vecinos y amigos a compartirla. El padre del hijo pródigo se conmueve, corre, se echa en brazos de su hijo y lo besa; se alegra tanto que manda vestirlo con las mejores ropas y organiza un banquete para celebrar. Todas son figuras que nos remiten a la alegría indescriptible que hay en Cielo cuando un pecador se convierte. Dios se alegra de la conversión del pecador porque Él quiere que todos los hombres se salven (ver 1Tim 2,3ss). Lo quiere a tal punto que se hizo uno de nosotros para rescatarnos de la tierra de la desemejanza en la que la humanidad deambulaba perdida. Se hizo uno de nosotros para que viendo su Rostro nos reconozcamos, entremos en nosotros mismos, y podamos emprender el camino de regreso a la casa paterna. Pidámosle al Señor que nos conceda hoy la capacidad de conmovernos con su misericordia, de dejarnos tocar por ella, de ponernos de pie y acudir a su encuetro, de participar de la alegría de la comunión divina.
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